Alberto González-Fairén / El Mundo.- La pregunta del título alude a un debate recurrente, que aparece sin falta cada vez que se produce un avance científico de envergadura: ¿cuánto ha costado enviar a Marte ese laboratorio robotizado capaz de identificar compuestos orgánicos?, ¿cuánto dinero ha requerido secuenciar el genoma mitocondrial de ese fémur humano fósil de Atapuerca?, ¿y ese dinero no habría estado mejor invertido en solucionar los problemas de la vida real de las personas?, ¿en acabar con la pobreza, el hambre, las enfermedades, la falta de acceso a los recursos? ¿Qué nos interesa nada el metabolismo de los microorganismos que habitan kilómetros por debajo del fondo del océano o la vida media del bosón de Higgs mientras siga habiendo niños pidiendo limosna en nuestras calles? Por supuesto, este es un debate con una carga de demagogia tan brutal que resulta complicado a veces apartar toda la palabrería que lo envuelve y que nos impide ver las respuestas evidentes. Y también está claro que dará lo mismo que intentemos poner la realidad sobre la mesa una y otra vez, porque una y otra vez volverán los argumentos demagógicos. En cualquier caso, los que hacemos ciencia tenemos la obligación de exponer las mentiras y tergiversaciones de los que manipulan este debate, e intentar desnudar sus motivaciones.
Recientemente hemos asistido a un nuevo capítulo del debate con motivo del éxito de la Agencia Espacial India en su envío de una sonda a Marte. La avalancha de comentarios no se ha hecho esperar: ¿cómo es posible que un país como India, tan pobre, con unas tasas brutales de subdesarrollo, un país que en realidad es receptor de ayudas internacionales para paliar su situación de necesidad, se permita el lujo de enviar una nave a Marte? De hecho, ¿cómo es posible siquiera que tenga una agencia espacial, para empezar? ¿Cómo se permiten malgastar sus escasos recursos en investigación del espacio cuando la nación se encuentra en un estado de pobreza alarmante? La insinuación velada detrás de todos estos comentarios es evidente: los habitantes de la India sufren pobreza, hambre y enfermedades porque el país dedica sus recursos a hacer ciencia y no a cuidar de sus gentes. El argumento es tan necio e insultante que resulta trabajoso articular una respuesta que intente no ser igualmente necia.
Sin embargo, deberíamos ser capaces, todos, como sociedad, de tener una réplica contundente preparada para contraatacar a los que esgrimen estos argumentos demagógicos. Porque la respuesta es simple: exijamos una comparación de presupuestos entre las cantidades que se dedican a la investigación científica y otras partidas superiores en órdenes de magnitud pero que los demagogos jamás mencionan cuando lanzan sus preguntas acerca del coste de la ciencia. Por ejemplo, en el caso de la sonda marciana de la India (que ha costado menos de 60 millones de euros), los que cuestionan la oportunidad de este logro tecnológico no mencionan ni tangencialmente los más de 25.000 millones de euros que le cuesta anualmente al país sustentar a sus fuerzas armadas, el hecho de que la India sea el mayor importador de armas del mundo, que custodie un arsenal nuclear, o a escalas más comparables con el presupuesto de su programa espacial, lo que le cuesta mantener anualmente el Gran Premio de Fórmula 1 en Uttar Pradesh. Todo esto se olvida convenientemente, y se culpabiliza de la mala situación del país a la inversión en ciencia, en un discurso maniqueo y vergonzoso: millones de niños en India pasan hambre porque el país ha enviado una nave a Marte. De lo demás, ni palabra.
Pero no nos engañemos, este debate interesado no se circunscribe a países lejanos y subdesarrollados/emergentes que adolecen de necesidades básicas imperiosas y con los que tal vez nos cuesta más identificarnos. No: el argumento se emplea de igual forma cuando se discuten las inversiones científicas en Occidente. ¿Cuántas veces hemos escuchado que Estados Unidos no debería permitirse financiar la segunda generación de telescopios espaciales, cuando en el país hay millones de personas viviendo bajo el umbral de la pobreza y sin acceso a los servicios sanitarios básicos? De nuevo, no hay mención en este debate a los más de 500 billones (con "b") de euros anuales de los que disfruta el Ministerio de Defensa, los costes nunca declarados del mantenimiento de redes de espionaje masivas y mundiales, o la promoción de un sistema sanitario nacional cuyo principal objetivo es llenar los bolsillos de las aseguradoras. ¿Saben los que critican las inversiones en ciencia que Estados Unidos gastaba en 2009 aproximadamente la misma cantidad de fondos públicos en costear el aire acondicionado de los asentamientos de tropas en Irak que en financiar todo el programa de la NASA ese mismo año?
Y lo mismo sucede en España. El año pasado, la mayor institución de investigación del país, el CSIC, necesitó 100 millones de euros simplemente para poder seguir operativo. El debate volvió a emerger: mientras haya niños en España que no pueden cenar todas las noches, no es ético malgastar esos 100 millones en desarrollar biosensores de grafeno. ¿No hubiera sido una ocasión ideal para recordar una vez más los efectos de la burbuja inmobiliaria, el rescate a los grandes bancos, o las obras faraónicas en muchas de nuestras ciudades? Pues no: si hay problemas para pagar las pensiones, es porque unos cuantos doctores Bacterio gastan nuestro dinero en investigaciones innecesarias.
El debate sobre los exorbitados costes de la ciencia definidos como incompatibles con la satisfacción de las necesidades sociales básicas nace de una visión tan absurda y pequeña, de una tergiversación tan brutal de la realidad, que sería cómica si no provocara tanta pena, vergüenza, e indignación. Obviamente, la inversión en ciencia no es la causa de los problemas sociales, en ningún país del mundo. Al contrario, la ciencia reinvierte en la sociedad: el dinero dedicado a investigación retorna a los contribuyentes en forma de patentes, de empleos de alta cualificación, de nuevos desafíos educativos, de objetivos más ambiciosos como país. La inversión en ciencia y tecnología ayuda a crear un tejido social más informado y proactivo, que puede contribuir en gran medida a un más justo avance económico y social.
Entonces, ¿cuál es la motivación de este debate demagógico que aparece una y otra vez como lastre detrás de cada anuncio de un logro científico significativo? Es difícil saberlo. Pero la próxima vez que lean un comentario de esta índole, les invito a preguntarse hasta qué punto llega la desinformación de los opinadores; e igualmente, a partir de qué punto empiezan a entrar en juego otras agendas e intoxicaciones, y de qué se quiere y de qué no se quiere hablar. En cualquier caso, es responsabilidad de los que hacemos ciencia aprender a comunicar qué es importante en nuestro trabajo y porqué. Tenemos que intentar explicar mejor la ciencia, en parte para construir respuestas claras ante ataques demagógicos, y en parte porque se lo debemos a quienes nos pagan.
Alberto González-Fairén es investigador en el Centro de Astrobiología (CSIC) en Madrid.